Un refrán hace el quite español: «nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena». Vaya si ha tronado en el sector automovilístico europeo. El amigo americano (con amistades como estas no hacen falta enemistades) ha agitado con su metralla de aranceles el guindo en el que Europa dormitaba tranquila, ni siquiera mosqueada, y eso que el compadrito yanqui, bravucón como el cow-boy que lleva en sus genes, no cejaba en sus amenazas desde que tocó el pelo del poder. Cuatro años hemos pasado mirándonos el ombligo, haciendo de cigarra, en vez de prevenirnos como hormiga.
Europa eligió el automóvil desde comienzos del siglo como el malvado de nuestras películas social y económica. Icono de un mal necesario que había que tolerar, pero, asimismo, embridar con determinación de domador sin sentimientos ni concesiones. Ahí figuraron las condiciones leoninas a la industria en la limitación de emisiones contaminantes en plazos difícilmente asumibles, salvo en las mentes de los burócratas de Bruselas, solo atentos a los números en bruto. La tramitación a las bravas consiguió que los coches pasaran sin transiciones de glamurosos a apestados. Soberbia bofetada a la industria de cabecera del viejo continente.
«de la chistera salió el conejo del coche eléctrico, sin aval alguno para resultar atractivo al núcleo de los mercados, es decir, el que compra, el consumidor»
Como el juego iba de ilusionismos o trampantojos, de la chistera salió el conejo del coche eléctrico, sin aval alguno para resultar atractivo al núcleo de los mercados, es decir, el que compra, el consumidor. Se proyectó como una imagen final idílica, pero se eludió, sin sutilidades, el relleno del proyecto. Para entendernos: infraestructuras de recarga, abaratamiento de los precios y, sobre todo, la verdad necesaria, no a medias, acerca de su supuesta nulidad contaminante, alcanzable solo en la rodadura, pero con muchos silencios cómplices en la pre y posproducción. Todo se ha fiado a la palabra de los políticos, un voluntarismo repleto de errores de cálculo en las predicciones, ¿o no?
A nadie escapa que los grandes parques de vehículos eléctricos preconizados tendrán que abrir en su momento el melón del debate maldito sobre la energía nuclear para afrontar la demanda intensiva de recarga. ¿Cómo va a atar esa mosca por el rabo el ecologismo radical?
Los apóstoles de la electrificación deberán romper el silencio sobre el quebrantamiento de su poderosa defensa de precios energéticos más baratos y accesibles que los combustibles fósiles, cuando millones de coches tengan la red a plenitud de carga. ¿Se resistirán a las subidas de tarifas en el embeleso del negocio asegurado? ¿Evitarán cargar al automovilista las inversiones que habrán de acometer para atender una red de distribución masiva? Silencios frente a las respuestas concretas del automovilismo convencional, todavía con margen de mejora evidente y deseable en la optimización de emisiones.
El secretismo ha ocultado la importancia del sector estratégico que en estos lares es el automóvil. Han tenido que confluir en este teatro de operaciones el desembarco a las bravas de los coches chinos, la matraca arancelaria de un presidente estadounidense con voluntad inequívoca de hacer saltar la banca de la economía europea donde más duele: la industria del automóvil, y el motor gripado del gigante nacional en ámbito comunitario que es Alemania, que ha estornudado cuando el grupo Volkswagen se ha resfriado.
Europa busca el paraguas de China, un protector que forma parte de sus problemas. A lo peor, no queda otro remedio, incluso el orgullo pide su tutelaje ante la puñalada de la administración estadounidense, pero no olvidar (la desmemoria es maligna), que su grandeza automovilística se ha cimentado en la concesión de las técnicas de conocimiento europeas, a cambio de la carta blanca para penetrar, con más abstracciones que concreciones, en un mercado milmillonario de consumidores. Hoy es nuestro más agresivo competidor aquí y allí.
Los medios de comunicación y los dirigentes han ninguneado esta industria que, pese a su imaginada obsolescencia frente a los gurús de Silicon Valley, acaba de enviarnos el mensaje extrapolable a toda manifestación vital, ese de que nos damos cuenta del auténtico valor de lo propio cuando se pierde.
Europa lleva el cuarto de este siglo a merced de las economías especulativas. Ha dado la espalda a la realidad incontestable de una industria que dejó marchar a la zona, menuda ironía, a la que se pide auxilio. La mercadotecnia sin alma ha trastocado los valores de un continente que hizo del automóvil una manufactura admirable y envidiada. Llega la hora de caerse del guindo.