Las comparaciones siempre son odiosas, pero lo cierto es que algunas veces pensar más allá de la llamada zona de confort es un ejercicio muy saludable. Hace años se comentaba que en una feria de tecnología, Bill Gates, al parecer, tuvo la osadía de comparar a Ford con Microsoft en unos términos provocadores: «Si Ford hubiera mantenido el mismo ritmo que la industria tecnológica, todos estaríamos conduciendo coches de 25 dólares que recorrerían 1.000 millas por galón (unos 350 km/l)». A Ford, según parece, le faltó tiempo para poner los puntos sobre las íes y, tirando de ironía, respondió: «Si Ford hubiera desarrollado la tecnología como Microsoft, todos estaríamos conduciendo coches que, en caso de siniestro, el sistema de airbags preguntaría ‘¿Está seguro?’ antes de desplegarse» [entre otros cáusticos argumentos].
Por más que me quiera recrear en esta anécdota, la realidad es que hace ya un tiempo que la industria del automóvil se va pareciendo cada vez más a la de la tecnología. Es más, como ya he contado en estas mismas páginas, hay grupos automovilísticos que ya se consideran compañías tecnológicas, como es el caso de VW. Y, en mi humilde opinión, es una estrategia acertada.
Ahora mismo el sector del automóvil supone el 7% del PIB de la UE y da empleo a casi 14 millones de personas. Sin cambio de paradigma, todo ello corre peligro
Ahora bien, no basta con considerarse empresa tecnológica; hay que ejercer como tal, y adoptar su paradigma, independientemente de la idiosincrasia del sector del automóvil, por supuesto. En este sentido, he leído un interesante informe elaborado por la consultora McKinsey, en el que propone un ambicioso plan de acción para que el sector de la automoción europeo reverdezca laureles.
Entre otras medidas recomiendan: desdeñar el desarrollo de plataformas globales con el fin de adaptarse a cada uno de los mercados —sobre todo pensando en las demandas de la clientela china y la estadounidense—; reducir los ciclos de desarrollo de 4 a 2 años —las marcas chinas y Renault lo han logrado-; generar un ecosistema que propicie el desarrollo de la conducción autónoma -colaboración público-privada—; invertir para controlar la cadena de suministro —y no dejarlo, como en el pasado, en manos de China— y promover la instalación de foundries de semiconductores en suelo europeo.
Ahora mismo el sector del automóvil supone el 7% del PIB de la UE y da empleo a casi 14 millones de personas. Sin cambio de paradigma, todo ello corre peligro.















































