En la vida cotidiana damos por hecho que siempre vamos a respirar un aire razonablemente contaminado, ingerir agua tratada químicamente para evitar infecciones y usar al gusto la electricidad para docenas de tareas cotidianas. El fluido eléctrico, la luz, es un elemento omnipresente en nuestra vida. Como el aire, no hace ruido y siempre está ahí. Y como el agua, que damos por supuesto que siempre la tendremos a nuestro alcance, aunque un conato de sequía podría devolvernos a los dramáticos duelos a garrotazos que pintó Goya hace 200 años.
El destino se encarga de recordarnos con alguna frecuencia que somos humanos y, por tanto, débiles, y nuestras construcciones, la sociedad, también tiene debilidades. Sucedió el desdichado 28 de abril. Nos quedamos a oscuras y todo el andamiaje sobre el que está construido nuestro aparato industrial y económico colapsó. Fue una llamada de atención sobre un suceso inesperado. Y entonces empezamos a ser conscientes de que la cadena de la luz es de una complejidad inabarcable, y laberíntica por el mapa de producción, distribución y comercialización que lo sostiene y por la personalidad de sus protagonistas.
Hay un puñado de nombres «eléctricos» que nos acompañan desde la cuna (Iberdrola, Endesa...) pero el común de los mortales ignora el nombre, apellidos y nacionalidad de los conglomerados financieros que las controlan. Expurgando en el libro de familia de sus accionistas de postín aparecen Qatar Invetsment Autority, BlackRock, Norges Bank, Vanguard Group, Nordea Investment, Columbia Management, Amundi Asset... En fin, un auténtico listado de inversores de allende nuestras fronteras, lo cual es legal, legítimo y compatible con las normas económicas que rigen en la sociedad capitalista. Hasta aquí, nada que objetar.
«El consumidor afectado tiene derecho a ser resarcido por la pérdida causada en su actividad. Pero 40 días después del apagón se sigue sin saber cuál fue la causa»
Pero también hay un detalle que no debe pasarse por alto; una de las compañías, Endesa, es propiedad de un Estado, y ese Estado no es español. Volvemos a la casilla de salida: es legal, pero en asunto tan delicado para la vida colectiva de un país como la energía eléctrica resulta cuando menos peregrino que los watios que consumimos lleven la etiqueta made in Italy.
El 28 de abril se paralizó el país y, según unas cuentas groseras, se dejaron de producir en torno a 400 millones. El consumidor afectado tiene derecho a ser resarcido por la pérdida causada en su actividad. Pero 40 días después del apagón se sigue sin saber cuál fue la causa y en quién recae la responsabilidad de subsanar las pérdidas. ¿Redeia, la propietaria de la red eléctrica en cuyo capital el Estado ostenta un 20%?
¿Algunas de las grandes del sector? Cárguese de paciencia el consumidor perjudicado. La pelea ha comenzado y no es descabellado suponer que el peloteo de culpas conduzca a la premonitoria obra de Lope de Vega: «¿Quién mató al comendador? Fuenteovejuna, señor».