No hay retorno a la normalidad madrileña, después del verano en el que el reencuentro sea una sucesión constante de obras que transforman su fisonomía y garantizan molestias durante buena parte del otoño a los sufridos viandantes y conductores de este lugar, que para eso no hay distinciones.
Los residentes en Madrid tomamos la costumbre como una realidad necesaria. Una capital del tamaño en infraestructuras y servicios como esta, obliga a un intenso programa de actuaciones de construcción, mantenimiento, adecuación y renovación de puntos neurálgicos. La obsolescencia de las obras no tarda en concretarse porque su uso, y el consiguiente desgaste, evolucionan en progresión geométrica.
El madrileño acepta con resignación, más o menos disimulada, que buena parte de la ciudad se destripe en el mes de éxodo veraniego por el sencillo e incontestable argumento de que el contingente de habitantes afectado se reduce de forma considerable. Se asume también que las obras programadas con la loable intención de mejorar la calidad de vida urbana, necesiten tiempo más allá que ese constreñido mes de agosto, y la irritante compañía de ruidos y corte de calles, sea recibimiento cada vez más extendido, en el calendario, a los retornos.
Lo que ya se hace menos asumible es que ese lavado de cara lleve años haciéndose a costa de una de las partes: a perjuicio de inventario de los automovilistas, que ven como cada actuación callejera es una nada sutil sustracción a sus servicios, por los que, como cada hijo de vecino, paga por sus impuestos. Que si se arregla una acera, pues, aprovechando que el Manzanares pasa por Madrid, desaparecen aparcamientos de superficie en el entorno. Que si se asfalta un vial, pues por el mismo procedimiento, se le hurta uno o dos carriles a la circulación privada. Todo se vende por el bien a la comunidad, pero quien paga el guateque de barra libre para los demás es el conductor, metido de hoz y coz, sin matices, en la leyenda negra de la contaminación ambiental.
Todo se vende por el bien a la comunidad, pero quien paga el guateque de barra libre para los demás es el conductor, metido de hoz y coz, sin matices, en la leyenda negra de la contaminación ambiental.
Pero el salto a lo intolerable ha sido la vuelta de este año. La embriaguez obrera de las administraciones municipal y autonómica ha apretado el acelerador, hasta el sinsentido de haber dejado una urbe de tres millones de almas de censo y de un millón diario de población flotante, en los síntomas de una claustrofobia de ratonera.
El plan de obras, posiblemente necesarias y con el cobro del agradecimiento ciudadano a su terminación, se ha abordado sin orden ni concierto. La movilidad de transporte privado y público en las horas punta representa sin solución de continuidad la fotografía del atasco, como metáfora de infarto, tanto en superficie como bajo tierra.
Las obras en una línea de Metro esencial para la fluidez colectiva se acometen en necia coincidencia con un montón de actuaciones en superficie, algunas de ellas con el sello nítido de una megalomanía gestora.
No es invención ni narración de taberna. Lo oyeron mis oídos a un metro escaso de donde tenía lugar la conversación. Un agente de la EMT contaba a un vecino, que casi un tercio de la flota de autobuses municipales se ha detraído para los servicios especiales destinados a paliar los perjuicios de movilidad por el cierre de ese tramo suburbano. Los tiempos de espera en parada de bus, por lo general no superiores a veinte minutos, se habían doblado desde el primer día de septiembre.
Si una obra en nuestro hogar exige una planificación lógica que limite la imposible anulación de molestias, con mucha más necesidad el orden de prioridades y coordinaciones debe estar presente en el entorno urbano, por la masa de perjudicados de una de las capitales más pobladas de Europa.
El asunto va de echar cuentas. A poco avezado que se sea con los números, y con el simple concurso del ábaco, la solución del jeroglífico insiste en el resultado: campaña electoral. Todo está perfectamente medido para que el continuo corte de cintas inaugurales esté fresco en el imaginario popular, como amnesia de las molestias sufridas, en la víspera de cita con las urnas.
El político de nuevo cuño ha endiosado la caja de los votos. Es un ídolo que reclama el sacrificio continuo del votante para ser pródigo con la nueva casta de sumos sacerdotes. Es la democracia pagana encumbrada a dictadura de las urnas.

