La historia de la automoción (y de su uso deportivo) es extensa. Desde que la primera carrera de «carruajes sin caballos » tuviese lugar en 1894 entre París y Rouen, la experiencia de la competición ha ayudado a la industria a revolucionarse técnicamente y poder avanzar conforme a los pasos que buscaba la ciudadanía en general. A partir de ahí, comenzaron las poderosas innovaciones dentro del desarrollo de los motores de combustión durante todo el siglo XX, las cada vez más intrincadas propuestas aerodinámicas, o la última en llegar, la electrificación.
De hecho, incluso los deportes de motor más extremos han apostado ya abiertamente por la reducción de emisiones y el uso de motores o bien eléctricos, o, como mínimo, híbridos. Dentro de este marco, 2014 fue un año clave, pues, junto con el inicio de la temporada de debut de la ya famosa Fórmula E —en la que los motores son 100% limpios, las baterías las proporciona Williams, e inicialmente, los pilotos debían cambiar de monoplaza a mitad de carrera para racionar la energía utilizada—, se sumó el cambio total dentro del Gran Circo: comenzaba la era híbrida de la Fórmula 1. Después de más de 60 años buscando la mayor optimización entre potencia y fiabilidad en los impresionantes propulsores térmicos —imposible olvidar los todopoderosos V12 de Ferrari, los infalibles V10 de Williams, o los extremadamente prestacionales V8 de Renault, que darían a Alonso el mundial de 2006, y posteriormente usaría Red Bull en su época más exitosa entre 2010 y 2013—, el paso a los componentes que no funcionaran directamente por combustión interna supuso…
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