ARTURO DE ANDRÉS
Quizás sea un poco excesivo calificar de timo al coche eléctrico, pero es lo que me pide el cuerpo para definirlo en corto y por derecho. Todo empieza llamando “eléctricos” a vehículos que sólo son variantes, más o menos evolucionadas, del bien conocido “híbrido” entre eléctrico y con motor de explosión. Y estos falsos eléctricos son los únicos que tienen una autonomía decente; como el Opel Ampera, presentado en estos días.
Un coche de cuatro plazas, de 4,40 metros de largo por 1,80 de ancho, cuyo peso no ha sido comunicado. La tracción delantera va impulsada por un motor eléctrico de 150 CV, al cual alimentan o bien la batería ion-litio o bien un generador movido por un motor Opel 1.4 de gasolina, de 75 CV. En eléctrico puro, la autonomía es de 50/60 km, con un tiempo de recarga, en la red europea a 230 voltios, de tres horas a 16 amperios; esto son cinco caballos de potencia, o sea que no es como enchufar a la red la maquinilla de afeitar. Mientras que en carretera, con propulsión básicamente térmica, apoyada por la batería para aceleraciones y subidas, la autonomía es de 500/600 km (o sea, diez veces), con un tiempo de recarga de cinco minutos en una estación de servicio. Y esto el Ampera, que es un coche serio.
Porque el auténtico eléctrico es un cochecito, usualmente biplaza como un Smart, incapaz de enfrentarse a un viaje por carretera, aunque sea corto (viaje es algo más que una excursión de Madrid a El Escorial, y ojo con no quedarse tirado al subir Galapagar, si las baterías no están a tope al salir).
Leer opinión completa en la edición impresa de La Tribuna de Automoción nº 354.
